Cumplió con todo lo que se esperaba de él y
justificó largamente aquella admirativa frase de Jimi Hendrix: con temas
propios y ajenos, el bluesman de Chicago dio una lección no sólo de
dominio de escenario, sino ante todo de cualidades musicales.
Por Cristian Vitale
Es la tercera vez que esta leyenda del blues de 75 años que Louisiana entregó a Chicago y Chicago al mundo visita Buenos Aires. Trae desde los que poblaron aquellos míticos discos con la Junior Wells Band hasta los recientes Bring ‘Em In, Skin Deep y Living Proof, una importante cantidad de temas que mostrará en ínfimas dosis. Trae la adoración de Stevie Ray Vaughan, tal vez su máximo continuador; el reconocimiento de Clapton, las alabanzas de Jimmy Page o aquella frase de Hendrix que aún conmueve: “El cielo se cae a los pies de Buddy al escucharlo tocar su guitarra”. Lo que se cae no es el cielo, sino ese Gran Rex atiborrado. No hay butaca libre, hay gente en los pasillos, y lo que provoca este bluesman que conectó como pocos la esencia del blues con el alma del rock and roll es una conmoción.
Pasarán los presagios en el baño. Guy hará la gran BB King –cortará temas, hablará mucho con la gente, subirá y bajará el volumen–; tocará la guitarra con los dientes, con un palillo de batería o los botones de la camisa; se meterá en la platea; tocará no todos, pero sí una buena parte del set que demanda la previa; mostrará una enorme cantidad de recursos, artilugios, ataques –hasta adefesios– que transforman lo suyo en algo más que un show de blues. Guy es bastante más que alguien dotado de una gran variedad de recursos guitarrísticos y vocales para llevar a buen puerto un recital disfrutable. Es un sabio del género al que le gusta jugar. Un showman movedizo, medio bufón, que transmite alegría negra a través del cuerpo, y lo asume cuando admite que no solo quiere tocar, sino divertirse. Que trae todo el swing de su raza condensado y lo transmite con exageración y desparpajo. Que toma café a un costado del escenario mientras el tecladista improvisa un solo alucinante. Y después ataca con un solo fuera de cartel o canta a través del mic de la guitarra.
Todo da, en suma, un concierto atípico en su concepción. Pero típico en su mundo en el que los temas que empiezan no siempre terminan. Los interrumpe él, o se interrumpen solos a través de él. Por suerte no ocurre así con el notable “Nobody Understands Me but My Guitar”, que abre la noche. O la balada de Derek Trucks que da nombre a su penúltimo disco (“Skin Deep”) o el contundente “Someone Else Is Steppin’ In”. Pero sí en el salpicré de temas que ocupan casi tres cuartos de recital en duración e intensidad. Guy parece hacer una lúdica devolución de gentilezas a quienes lo reconocieron en su doble rol de influencia y maestro. Se ataca bravío y seductor con una compradora versión de “Miss you”, de los Stones, con quienes compartió cartel en Shine a Light, registrado por el ojo de Scorsese; amaga un par de veces hasta que concreta una intensa introducción de “Voodoo Child” (Hendrix) y se reconoce en sus pares a través de temas elegidos como si fuera un sorteo de nombres ilustres. Una ajustada y obediente formación de bajo, guitarra, teclado y batería lo sigue en “Hoochie Coochie Man”, de Muddy Waters; “Boom Boom”, el clásico de John Lee Hooker, la ultrarrítmica “What’d I say”, de Ray Charles; el lazo soul con Marvin Gaye (“Ain’t That Peculiar”) o el tributo a un blanco a su altura, mediante la formidable “Sunshine of Your Love” (del Cream de Clapton), que transpiró todas las remeras... incluso la de Cafrune.
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