"Let´s get lost", un documental del fotógrafo Bruce Weber sobre Chet Baker, una leyenda del jazz.
Una voz de lirismo opaco y dulzura cansada canta apenas cuatro notas y se interrumpe. Pide disculpas, discute. Respira con un color y frasea con un tono en los que es posible escuchar el reflejo de una vida vivida con la intensidad del desencanto, sin bien ni mal. Chet Baker canta y caen los títulos de apertura de Let's get lost, el documental que el fotógrafo Bruce Weber realizó sobre una de las grandes figuras de la mejor época jazz.
Let's get lost es el retrato en blanco y negro de un querubín maldito. Del muchacho blanco que con la pinta de rebelde inocuo de James Dean y el talento curtido en la admiración por Fast Navarro, Dizzy Gillespie y Red Rone, le dio pulso cool al jazz cuando despuntaba la década de 1950. Del trompetista y cantante de carita dulce y fotogénica que entre autos fabulosos y mujeres que nunca lo perdonarán por no haberlas amado, interpretó desde el inconformismo el estado de ánimo de la cultura norteamericana de su época, el tedio de una juventud que de pronto se encontraba, sin arte ni parte, alucinada por el chantaje de la Guerra Fría.
Última gira
Bruce Weber es uno de los mejores fotógrafos de moda del mundo. El entusiasmo de una sesión de fotos con Chet para una exposición que preparaba en el Whitney Museum, mediados de la década de 1980, se prolongó por más de dos años y terminó con este relato documental que detiene al músico en una gira que será la última. En 1987, poco antes de que a los 58 años Chet Baker diera su último vuelo desde la ventana de un hotel de Amsterdam -donde por supuesto hay una placa que lo recuerda- Weber completó la película.
El cuento de Let's get lost se construye con material de archivo, testimonios de productores, colegas, amigos, hijos y mujeres que acompañaron al músico en algún momento de su vida. Pero es la mano de un fotógrafo y el aura de Chet lo que definen una belleza que no roza la sordidez. La película es Chet que se deja fotografiar por Weber, por dentro y por fuera.
Chesney Henry Baker Junior, Chet, nació en 1929 en una granja de Oklahoma. Su padre fue un guitarrista que no le enseñó nada, pero a los 13 años le compró un trombón. A los 16 Chet dejó la escuela y se enroló en el ejército. Nutrido entre bandas militares y los arrebatos del bebop, en 1952 Charlie Parker lo eligió para una gira por California. A los pocos meses Chet conoció al saxofonista Gerry Mulligan, con quién formó uno de los cuartetos más originales de la historia del jazz: saxo barítono, trompeta, contrabajo y batería, sin piano, dejarían sentados los principios del cool jazz.
Poco después, el trompetista se unirá al pianista Russ Freeman, con quien, entre otras cosas, grabará en 1954 Chet Baker Sings, para el sello Pacific Jazz. Si este no fue su disco más importante -seguramente los cuatro volúmenes de Chet in Paris (1955) son de mayor espesor artístico y emotivo-es el más conmovedor. Simplemente porque de allí en más su voz se sumaría a su arsenal expresivo.
Plegaria imposible
En 1955 Baker es famoso y heroinómano; su estilo encanta e influencia. Viaja. Cae preso por tráfico de drogas. En Italia permanece un año y medio adentro y cuando sale, en 1962, graba Chet is back!. A fines de ese año lo arrestan en Alemania, lo expulsan de Suiza, de Francia, de Inglaterra y, en 1963, otra vez de Francia. Más problemas con las drogas. Tras ser arrestado en Alemania, lo deportan a Estados Unidos en 1964.
Poco después en San Francisco, un ajuste de cuentas lo deja con la boca destrozada y sin dientes. Hacia fines de la década de 1960 sus presentaciones son esporádicas y a inicios de 1970 el que toca y canta es su mito consumado. En 1974 se reencontrará con Gerry Mulligan en un concierto en el Carnegie Hall y después volverá a Europa.
Tierno y reventado, Chet representó el sonido de una época en la que la esperanza podía parecer un gesto ingenuo y de mal gusto. El tono intimista, lírico y femenino de su trompeta -una marca que pocos lograron imitar sin caer en la sensiblería trillada- se prolongaba en esa voz transparente, de expresión fría y acentos contenidos: el contraste de esa forma de indiferencia cantando "My funny Valentine, sweet, comic Valentine/ You make me smile with my heart...", desarmaba cualquier lógica expresiva.
Banal e introspectivo, Chet sonaba como la plegaria del que ya no espera nada. Sin melancolía posible, cada nota suya era un adiós.
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