Esperar el momento correcto
Pipi Piazzolla nunca trabajó de “nieto de”: sólo cuando sintió que había llegado el momento se lanzó a un disco que tiene todo lo necesario para hacer honores a “Buenos Aires hora cero”, “Adiós Nonino”, pero también a “Romance del diablo” y “Fuga 9”.
Por Diego Fischerman
Lo primero podría parecer una obviedad. Pero no lo es. Escalandrum tiene un sonido colectivo. Es un grupo con doce años de existencia sin haber cambiado sus integrantes y se nota. Hay solos, por supuesto –de eso se trata el vasto territorio definido como jazz–, pero esos solos están integrados a la estructura de los temas y al color del sexteto, a su empuje y su cohesión; al lirismo más delicado y a la fuerza más abrumadora. Lo segundo no es ni fue jamás una obviedad pero podría haberlo sido. El fundador del grupo, Pipi Piazzolla, es nieto de Astor, pero nunca trabajó de eso. Su nombre es uno de los fundamentales en la música de tradición popular argentina de los últimos años, pero lo es por derecho propio. En parte por la trayectoria de este grupo notable que conforma con Nicolás Guerschberg en piano, el contrabajista Mariano Sívori y los saxofonistas Damián Fogiel, Martín Pantyrer (también en clarinete bajo) y Gustavo Musso. Y en parte por haber sido partícipe de varios de los hechos musicales más destacados de la escena local, entre ellos el cuarteto de Juan Cruz de Urquiza y Argentos.
Es en ese contexto que debe entenderse este nuevo disco de Escalandrum, dedicado a la música de Astor Piazzolla, como algo al que el grupo llega a partir de su madurez y no de ninguna clase de especulación. “El deseo de interpretar las obras de mi abuelo estuvo presente desde el inicio de mi carrera profesional”, escribe Pipi Piazzolla en la contraportada de Piazzolla plays Piazzolla, recién publicado por Epsa. “Ahora me siento realmente preparado y con la confianza necesaria para enfrentar este desafío”, completa. Y es que éste es, afortunadamente, un disco de Escalandrum y no de versiones de Piazzolla. En todo caso, resiste la tentación (o se le opone) de tratar de imitar al bandoneonista. Si en la historia del tango los músicos supieron abrevar en un repertorio común y buscaron imprimirle, en cada caso, su sello (Troilo, Salgán, Piazzolla, hicieron, por ejemplo, sus “Cumparsitas”, absolutamente inconfundibles), Piazzolla pareció paralizar las posibilidades creativas de sus intérpretes.
Salvo en los casos en que él mismo escribía sus arreglos para otras orquestas (la de Troilo, la de Francini-Pontier, la de Basso o la de Fresedo) y se ocupaba de hacerlo en cada caso teniendo en cuenta la personalidad de cada grupo, en los últimos cincuenta años tocar a Piazzolla se convirtió más en una prisión que en una posibilidad de creación. Como hizo recientemente Fernando Tarrés, en este caso la música de Piazzolla es un punto de partida para recrear e imaginar. No para intentar la clonación.
Uno de los grandes aciertos de Escalandrum, además de los arreglos y de la manera de tocarlos, desde ya, es la elección de un repertorio que no omite lo inevitable (“Buenos Aires hora cero”, “Adiós, Nonino”, “Oblivion” y un “Libertango” final que da una nueva (tal vez la única posible) vuelta de tuerca al tema) pero se detiene en dos de las piezas del diablo, incluidas por Astor Piazzolla en el genial Concierto en el Philharmonic Hall, el malambo ginasteriano “Vayamos al diablo” y la exquisita milonga “Romance del diablo”, en el menos trajinado de sus temas fugados, “Fuga 9”, y, como no podía ser de otra manera, en “Escualo”. El grupo desarrolla, más que la melódica piazzolliana, su tono oscuro, la densidad de texturas, un color espeso y compacto que no es demasiado distinto al de sus propios temas y al de excelentes discos anteriores como Estados alterados, Sexteto en movimiento o Misterioso.
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