Si hay algo que el frontman Jay Kay tiene claro es cómo encender a una multitud de 25 mil personas con el pulso caliente del funk y el soul, a cargo de una banda extendida y bien ajustada. En GEBA pudo verse también a Dante Spinetta y El Chávez.
Por Juan Ignacio Provéndola
Pese a su corta y desordenada historia (que incluyó cambios de sedes y hasta un hiato de tres años), el Quilmes Rock supo aportarle al apostillado de la música local una interesante cantidad de noches épicas y postales irrepetibles. Campino de los Die Toten Hosen trepando los 20 metros de un andamiaje para prender una bengala en la era pre-Cromañón, el auténtico y verdadero Charly subacuático de una velada eterna y memorable en Ferro o la breve reunión de los Sumo vivos sobre el escenario de River fueron algunas de ellas. Puede que la performance de Jamiroquai el viernes no haya dado con la medida de tan olímpico anecdotario (al fin y al cabo, los hitos son los que marcan rupturas, y en este caso no se cree haber visto nada distinto a lo que el grupo ofrece en cualquier otra parada del Rock Dust Light Star Tour), pero al menos perdura la unívoca sensación de que Jay Kay y su pandilla ofrecieron una verdadera lección sobre cómo encender la chispa y avivar el fuego de un festival, ese monstruo heterogéneo e indomable tan acostumbrado a alimentarse de egos zonzos y repertorios egoístas.
Las tablas ya habían comenzado a levantar temperatura con los shows de Corto Plazo, El Chávez (del ex Arbol y Nuca Matías Méndez), No Lo Soporto y Holy Piby sobre el escenario 2, intercalados con los números de Tony 70 y Banda de Turistas en la escena principal. Caída la noche, Dante Spinetta protagonizó el warm up final con un repertorio sostenido en su tercer disco, Pirámide, tal vez una metáfora involuntaria del trío spinettiano que el mayor vástago de Luis Alberto conformó en su propia banda con la incorporación de sus hermanos Vera y Valentino.
Pero no fue hasta las 21.20 cuando el predio de GEBA comenzó a aproximarse al máximo punto de hervor. El preciso instante en el que ese grupo británico que el carismático Jay Kay ha tomado por propio (o que, en última instancia, le fue inferido como tal) dio bandera de largada a su cuarta presentación con, justamente, “Rock Dust Light Star”, homónimo del reciente disco que, luego, presentaron tupido, y hasta le dieron la privilegiada ubicación del cierre de set a caballo del bailable “White Kknuckle Ride”.
Kay todavía no había echado mano a su fachada más bailable y pistera y ya se había puesto a los casi 25 mil espectadores en el bolsillo tan solo vociferando un “¡buenas noches, Buenos Aires!”. Y, ante la primera gran ovación, el primer gran clásico: “Cosmic Girl”, puntal del disco Travelling Without Moving (1996) que lo ubicó finalmente en el megamercado de la música mundial, y que poco tiene que ver con aquella versión que escupían y taladraban las cadenas de videoclips y las radios de hits en serie porque, sencillamente, ésta suena más y mejor.
Ya no es éste aquel Jay Kay que agitaba cantitos tribuneros de producción nacional, pedía por el fin del menemismo (los que fueron al Luna Park en 1999 lo recordarán, aún hoy sorprendidos por la osadía), obligaba a la banda a repetir “Allright” a pedido del público (algo que esta vez se intentó sin la misma fortuna) o se ponía alguna de las remeras de la Selección Argentina que posee en su incalculable colección de casacas futboleras. Apenas su saco de impronta andina, su corona de plumas y un enorme repertorio de pasos de baile, tránsitos antigravitacionales y movimientos cuasichamánicos parecen ser todos los argumentos que Kay necesita para poner en funcionamiento el ritual hipnótico con el que abraza, abrasa y arrasa en un exacerbado personalismo que no tendría lugar por fuera de la docena de músicos (entre caños, coros, teclas, cuerdas y tachos) que sostiene la megadimensión musical en la que transcurre el concepto Jamiroquai. Un secreto que lo mismo se devela a lo largo y ancho de sus siete discos de estudio, o bien en los primeros diez segundos de “Corner of the earth”, en el que se combinan una melodía khaleegy digna del golfo Pérsico y, al toque, el inconfundible pulso de la bossa nova brasileña.
Como un mago que distrae con la galera mientras acomoda la paloma en el escondrijo que sólo él conoce, Jamiroquai fue llevando su romancero de menor a mayor intensidad, abandonando rápidamente su versión soul para prender la mecha desde su más profunda nervadura funky. Así, fueron cayendo, uno detrás de otro, “Little L”, “Canned Heat”, “Space Cowboy”, “Love Foolosophy” y “Travelling without Moving”, las tres últimas en versiones harto extendidas y enormemente celebradas por quienes se creían asistentes a una zapada intimista, si el término cabe en un aforo de 25 mil almas embravecidas por el fuego chamánico en una nueva noche fría en el barrio de Palermo.
Pocas cosas democratizan más en el mundo que el baile y la música, y tal tesis la hizo valer el groove intimidante de “Deeper Underground” (el que estuvo en la platea puede dar fe de la vibración sísmica) que convirtió por igual al campo común y a ese feed lot llamado VIP en una pista única sin accesos restringidos ni permisos denegados. Una arena tan libre y universal como podría ser, quizás, un cowboy espacial.
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