La banda de Oklahoma desplegó un espectáculo lúdico que apuntó al costado más infantil de los asistentes, con lluvias de papelitos y serpentinas, globos, gente disfrazada, manos gigantes con lasers y demás. Y todo para darle marco a su fantástico rock espacial y psicodélico.
Por Roque Casciero
Hay algo de infantil en el gozo que produce un show de los Flaming Lips, y Wayne Coyne, el cantante y cerebro de la banda, es el primero en admitirlo. A ese niño oculto en cada muchacho indie o en cada invitado VIP apuntó el delirante combo psicodélico de Oklahoma City en el concierto que funcionó como “apertura” del Quilmes Rock. Y fue triunfo, claro, porque aunque alguno mirara con sorna al principio –mientras Coyne caminaba por encima de la multitud adentro de una burbuja de plástico y el escenario estallaba en papelitos y serpentinas–, para el momento en el que promediaba el brillante show todos estaban entregados a ese juego de arengue y devolución que proponía la banda. La buena onda había empezado antes de que sonara el primer acorde: primero, porque los miembros del grupo se encargaron de que todo estuviera en su lugar sobre el escenario, como cuando los jugadores de fútbol calientan en la cancha; después, porque Coyne advirtió, traductora mediante, que si a alguien le hacían mal las luces estroboscópicas, bueno, simplemente cerrara los ojos, y pidió que nadie enloqueciera demasiado cuando saliera en la bendita burbuja.
Los Flaming Lips no escatiman en recursos para entusiasmar al público: sobre el escenario bailan unos cuantos disfrazados junto con muñecos inflables, la pantalla semicircular que cubre el fondo (en la que se abre una puerta para que aparezcan los músicos) se puebla de colores y formas más o menos abstractas (y mujeres desnudas y quijadas abiertas de animales), Coyne golpea un gong al que se le prenden luces a los costados y canta sobre los hombros de un gorila, todos arrojan globos enormes hacia el campo... Sólo falta el pelotero y la torta para que sea el “cumpleaños feliz” de ese pibe interior que quiere deslumbrarse como cuando ver volar a una mariposa era un descubrimiento.
Sin embargo, todo esa parafernalia de cotillón no es más que el marco para las canciones del grupo, también desbordantes de espíritu lúdico y de experimentación pop, de rock espacial y orquestación ambiciosa. Y títulos delirantes, claro, como es norma en una banda bautizada “Los Labios Llameantes”, que ya lleva veintiocho años de trayectoria sinuosa en el cosmos rockero. ¿Un ejemplo? “Worm Mountain” (Montaña de gusanos), la que sonó después de que Coyne saliera de la burbuja y de que terminara el instrumental “The Fear”. Mientras los teclados remitían directamente a Pink Floyd, bajo y batería machacaban los escalones de un ascenso lisérgico, mientras el quebradizo y siempre desafinado falsetto de Coyne se escuchaba a través de un megáfono... del que luego saldría humo de colores.
Enseguida, otro tema del reciente y “difícil” Embryonic, “Silver Trembling Hands”, funcionó como aperitivo psicodélico para el primer hit que tuvo la banda, “She Don’t Use Jelly” (1993), con una melodía imbatible y una letra tan absurda como encantadora (“Conozco a un chico que va a shows/ cuando está en su casa y se suena la nariz/ no usa pañuelos o su manga/ no usa servilletas ni nada de eso/ usa revistas/ revistas”). A ese momento de gloria, los Lips lo multiplicaron varias veces, porque le pegaron “The Yeah Yeah Yeah Song”, una canción que arenga tanto como cuestiona (“Si pudieras tomar todo el amor sin entregar nada a cambio,/ ¿lo harías?”) y una bellísima versión de “Yoshimi Battles the Pink Robots Pt. I”, la fábula en la que una chica se entrena en karate para combatir a malignos robots rosados que quieren comerse a la humanidad. Otro tema de Embryonic, “See the Leaves”, sirvió para imaginar a los Flaming Lips como unos Pink Floyd con sentido del humor: en lugar de construir una pared como metáfora del aislamiento de la estrella de rock atribulada, Coyne y compañía tienden todos los puentes posibles para acercarse al público. Y por eso, al final de la canción, el cantante apareció con dos enormes manos de utilería, desde las que salían lasers que hizo rebotar en una enorme bola de espejos. La referencia a Floyd no es disparatada: además de que es obvia la importancia de ese cuarteto en la música de los Flaming Lips, éstos grabaron una versión completa del clásico The Dark Side of the Moon.
A dos caminatas espaciales más o menos abruptas –“The Ego’s Last Stand” y “Pompeii AM Götterdämmerung”–, los Flaming Lips agregaron tres temazos de su obra maestra, The Soft Bulletin (1999): “What Is the Light?” (“¿Qué es es la luz que tenés brillando alrededor? ¿Es derivada de la química?”), el épico instrumental “The Observer” (con la percusión electrónica bombeando sangre) y el primer bis, “Race for the Prize”, como para que Coyne se deleitara disparando serpentinas desde unos “bastones” y llenando el escenario de humo. El final fue “Do You Realize??” –“canción oficial de rock del estado de Oklahoma”, y no es joda–, en una versión larguísima y tan positiva que a la salida no hubo rostro en el que no brillara una sonrisa. “¿Te das cuenta/ de que tenés la cara más hermosa?/ ¿Te das cuenta/ de que estamos flotando en el espacio?”, cantó Coyne, y por un momento las estrellas estuvieron al alcance de la mano, como en los sueños de la infancia.
THE FLAMING LIPS
Músicos: Wayne Coyne (voz y guitarra acústica), Steve Drozd (guitarra, teclados y voz), Michael Ivins (bajo) y Kliph Scurlock (batería).
Invitado: Derek Brown (percusión y guitarra). Banda invitada: Massacre.
Lugar: G.E.B.A., martes 5 de abril.
Público: 5 mil personas.
Duración: 1 hora y media.
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