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miércoles, 22 de septiembre de 2010

A DIEZ AÑOS DE LA MUERTE DEL CUCHI LEGUIZAMON.















Diez años sin el Cuchi Leguizamón puede parecer mucho tiempo, poco tiempo, o nada. ¿Qué importancia tiene, en todo caso, la vida física de un compositor? O, cambiando el ángulo, ¿cuánto hacía que realmente el Cuchi se había ido? Las preguntas son crueles y muchas y chocan entre sí, en un cóctel temático que va desde su vindicación por parte de músicos contemporáneos y jazzistas hasta el misterio de una vida desconcertante que él abonaba, sibilino, a la manera de un Macedonio Fernández provinciano. La cita de Macedonio no es caprichosa: el pianista extraordinario que se tensaba entre la tradición y el modernismo fue también un hechizante maestro del relato oral y un poeta consumado. Por ahí están sus pocas e inhallables grabaciones de conciertos en vivo, en los que gustaba prologar cada tema con una narración ubicada entre la picaresca de Fray Mocho y los filósofos griegos que devoraba. Ahí están sus poemas y letras de canciones, sólo eclipsadas por la dimensión de la dupla con Manuel J. Castilla.

Una mirada optimista del extraño lugar que ocupa su figura en la música argentina –entre el olvido y el destrato; pensemos simplemente que no existe ningún libro serio sobre su vida y obra– nos acercaría al pensamiento de Yupanqui de considerar al anonimato como último eslabón de la cadena virtuosa de un compositor popular. El apellido Leguizamón está disuelto en la belleza (y, en algunos casos, la vigencia) de obras como “Lloraré”, “Zamba del pañuelo”, “Carnavalito del duende”, “La arenosa”, “Balderrama”, “La pomeña” y tantas más. Trabajos puntuales como los de Juan Falú y Liliana Herrero, Lorena Astudillo o Guillermo Klein funcionan como abordaje conceptual y no como rescate. El rescate supone algún tipo de peligro y la obra del Cuchi respira con una salud asombrosa. Significativamente, la puesta en foco de la lozanía de esa obra y de sus claves musicales, por lo menos en módicas dosis mediáticas, estuvo y está en manos de pianistas, gente como Manolo Juárez, Eduardo Lagos, Gerardo Gandini, Fito Páez, en su momento el Mono Villegas. Tiros aislados sobre un artista que no fue canonizado como Piazzolla o Yupanqui y que pese a ocupar un lugar central era observado desde los márgenes, algo que tal vez no le disgustaba del todo al Cuchi.

Estudió Derecho en La Plata, formó parte del coro universitario y tomó clases de música con el director del coro, el maestro Kubik. De regreso a Salta, completó estudios con Virtú Maragno e indagó en compositores como Alban Berg, Schoenberg, Erik Satie, Bela Bartok, Stravinsky, Ravel y también Duke Ellington, Art Tatum, Oscar Peterson y Billie Holiday. Ejerció como abogado y también como profesor de historia de secundario: dictó clases legendarias que aún hoy alumnos sexagenarios evocan en Salta como “la desopilante hora del Cuchi”. La abogacía lo aburría; la docencia lo inspiraba. Se autodefinía anarquista.

Inventó el Dúo Salteño, concibiendo y haciendo ejecutar con rigor una nueva concepción del arreglo vocal. En un notable dossier publicado hace algunos años por la revista Las Ranas que dirige Guillermo Saavedra, el crítico Federico Monjeau escribió: “El Dúo Salteño fue una revolución en el canto folklórico, fuera de la tradición chalchalera y fuera también de las nuevas convenciones de los conjuntos vocales de los años ‘70, basadas en conceptos corales o en la forma de esas melodías comentadas que inspiraron el chiste maldito y certero de Yupanqui: ‘uno canta y los otros le hacen burla’. El Dúo Salteño fue una invención única y polémica en sí misma; representa uno de los momentos más vanguardistas del folklore, sin la fisonomía que los experimentos vanguardistas generalmente asumen en el folklore. La reducción de medios era su principio básico”.

Fue un pionero de los conciertos de campanas e intentó una sinfonía de locomotoras, proyecto que quedó trunco por trabas burocráticas. Así como se metió en la política –fue diputado provincial–, así, con la misma determinación, huyó despavorido. Se casó, tuvo cuatro hijos y se divorció. Detestaba Cosquín y le gustaban el vino, la gastronomía y los animales. Los últimos años, cuando ya la memoria le fallaba y lo acechaba un piano desafinado (¿hay final más triste para un pianista que un piano desafinado?), tenía como objetivo poblar su jardín de bichos: gatos, perros, cabras, chalchaleros, zorzales, sapos y ranas. Hacia mediados de la década del ‘90 estaba cansado, vencido. De Sadaic le llegaban puntuales liquidaciones trimestrales irrisorias. Sufría cataratas: decía que se miraba en el espejo y no se reconocía. En esa casa salteña tocaba zambas cuando empezaba a caer la noche. En ese ejercicio crepuscular la memoria no fallaba: los médicos no sabían explicar por qué. Los hijos se turnaban para no dejarlo solo. Murió el 27 de septiembre de 2000, dos días antes de cumplir 83 años, para hundirse mansamente en los versos que escribió ya anciano:

Me voy quedando ciego
la luz titila en mis huesos,
sólo la noche derrama
su esperanza en el silencio,
dorado, herido
por lunas que pasan cantando.

Me voy quedando solo
lejos del cielo y el tiempo,
entre huellas desoladas
sin mujeres y sin perros
que huelen los rastros
por donde transitan los sueños.

A veces no sé quién soy,
la lanza de mi silbido
va alborotando recuerdos
desenredando caminos,
mientras mi risa
cae en el abismo.

Me voy quedando huraño
embalsamando destinos.
No me arrepiento de nada
el bien y el mal son olvidos,
estuches del aire que guardan
la pena y el grito.

Me voy quedando libre
sin arribos ni regresos.
Está sobrando el alma
para cantarle a los huesos,
curiosos de rumbos
que linden sabores eternos.

Por Mariano del Mazo


CUCHI QUERIDO

Caminos que nos llevan a andar, tierra que emana olor, color y sabor de poesía. Palabras que se van enlazando y que conforman las estrofas de las inspiraciones y canciones más hermosas que pueden haberse oído jamás.
La tierra salteña, verdadero paraíso terrenal, es un lugar encantado para que esto ocurra, cuando uno desembarca no puede menos que alegrarse el corazón y cantar, cantar para expresar la enorme felicidad que siente su ser al enarbolar canciones, por más que la voz no lo acompañe, o bien sacar un pañuelo y dejarlo volar con la brisa al viento al bailar una zamba.
Y que mejor excusa para visitar este lugar encantado, que hacerlo para el cumpleaños de un salteño de pura cepa como era el “Cuchi” Gustavo Leguizamón.
El recuerdo de este gran maestro del folklore, por más que pasen los años se torna inmortal. Una de las maneras de mantener la llama encendida del recuerdo es la iniciativa llevada adelante por su hijo Luis Leguizamón. Quien cada año al acercarse el 29 de septiembre, fecha de nacimiento del “Cuchi” organiza el espectáculo “Leguizamón por Leguizamón”.
Muchos recuerdan la fecha de su muerte, pero Luis elige para recordarlo su cumpleaños, y lo celebró cantando con su voz particular el sábado 3 se octubre en la Casa de la Cultura de Salta Capital.
Esa noche se hilvanaron acompasadamente obras maestras imposibles de olvidar como: el silbador, zamba del carnaval, carnavalito del duende, el avenido, la pomeña, bajo el azote del sol (con letra de Antonio Nella Castro, tema ganador de Cosquín) y tantas otras maravillosas creaciones que caracterizan al Cuchi.
La noche comenzó con una entrevista grabada hace algunos años, donde se esboza el perfil, la profundidad y el gran humor que caracterizaba al Dr. Leguizamon.
Indudablemente el alma de este personaje entrañable estuvo presente en la velada, donde además de recordar su poesía, Luis se encargó de recrear relatos sobre la vida de su padre, como son las anécdotas que le ocurrían a la hora de dar vida a cada canción.
Un detalle para destacar es que cada una de los temas hace alusión a un hecho verídico, nada en la poesía del Cuchi es un invento ficcional, cada hecho tiene gran verosimilitud.

Anecdotario

Los caminos nos van llevando por senderos impensados, nos cruzan con amigos, tal vez hermanos que nos brindan su calidez, su palabra, nos tienden sus manos y nos abren su corazón.
Un caso particular y nos menos paradójico es el de Luis Leguizamón, dueño de un gran corazón y una enorme generosidad, quien nos diera un pasaporte a esa sorprendente aventura de adentrarnos de lleno, en el hecho de compartir poesía, historia, música.
Quien tiene un corazón puro es capáz de traducirlo en su mirada… escasas veces se producen en la vida esos asombrosos encuentros, con personas con quienes tan solo al verlas son capaces de darte su corazón sin pronunciar palabra alguna. Ese es el caso de Luis.
Es imposible compartir con este gran personaje, escapado de algún libro de relatos y que no se cuelen en la charla preguntas sobre la gran personalidad de su padre.
Al verlo a simple vista puede parecer un tipo común, pero al cruzarte con su mirada vivaz y profunda podes descubrir a un criollo, dueño de una gran voz, con una impronta bien salteña y con un matiz más que particular. En su voz se recrean una y otra vez los relatos que el paso del tiempo va callando.
Y como no hablar también de las maravillas, que como seres humanos tenemos la posibilidad de vivir; cómo no contar sobre la imagen que se recorta en aquel antiguo hogar de calle La Rioja, del piano de Cuchi. El piano, que emanara de la caricia de sus manos, notas que se grabarían por siempre en la memoria colectiva.
Cómo salido de un relato mágico e impensado, historias como estas te pueden ocurrir si pasas por Salta, donde a cada paso la vida te sorprende con aventuras insospechadas y tal vez ¿por qué no?, acompañarlas de un vino encantado y dejar así que asomen las musas de la poesía.

*** Esbozos del maestro ***
Tal vez pueda ser un mortal más en esta tierra, pero lo cierto es que el Cuchi era el protagonista principal a la hora de emanar poesía, música, composiciones, arreglos. No era una persona así no más, era el “gran personaje”, amigable, lleno de vivencias e infinidad de historias.
Nació en Salta, en la mañana del 29 de septiembre del año 1917, bajo el signo de libra.
Hijo de José María Leguizamón Todd y María Virginia Outes Tamayo.
Gustavo Leguizamón es un arquetipo al que reverenciaron los ricos y los pobres, la izquierda y la derecha, el apetito y las ganas de comer. Pero, ¿cuál fue el secreto de esta magia? La respuesta, acaso se pueda rastrear tan solo indagando en su propia historia. ¿Podrías imaginar el paisaje salteño sin hacer alusión a la música y las canciones del Cuchi? ¿Cómo transportarte imaginariamente a tierra cafayateña, sin haber escuchado La arenosa?... “Arenosa, arenosita mi tierra cafayateña, el que bebe de su vino gana sueño y pierde pena.”
“Tenía meses apenas y a su madre le preocupaba su delgadez. Fue en esa época que a Doña María Virginia le ofrecieron unos chanchos para ver si podía comprarlos. "¡Pero están flacos como este cuchi!", dijo mirando a su hijo. En ese instante Leguizamón quedó rebautizado: desde entonces y para todos sería El Cuchi, vocablo que en quechua quiere decir precisamente chancho o cerdo, pero al que en Salta se le otorga un significado no peyorativo sino simpáticamente cómplice.”
[1] (http://www.portaldesalta.gov.ar/cuchi.htm)


El Cuchi tiene cientos de anécdotas que vale la pena recordar… pero entre ellas y no por azar, el destino lo vinculó en un estrecho lazo de amistad con el “Barba Manuel J. Castilla”; fructuosa relación que nos regalara numerosas historias musicales, desde la recreación de personajes, hasta pincelar el semblante de la entrañable Eulogia Tapia, allá en la Poma, bagualeando hasta el cansancio… “La cara se le enharina, la sombra se le enarena, cantando y desencantando, se le entreveran las penas. Viene en un caballo blanco, la caja en sus manos tiembla, y cuando se hunde la noche es una dalia morena.”
Orquestador del inconfundible Dúo Salteño, además de sus propias letras, musicalizó los poemas de su entrañable amigo Manuel J. Castilla, pero también los de César Fermín Perdiguero, Luis Franco, Jaime Dávalos, Armando Tejada Gómez, Miguel Angel Pérez y tantos otros poetas.
Fue el arquetipo de músico argentino, creador de infinidad de vidalas, chacareras, zambas bellísimas de gran vuelo emocional y mucha profundidad. Es autor de más de ochocientas obras, incluyendo piezas inolvidables como Serenata del 900, Zamba del laurel, Elogio del viento, Balderrama, Lloraré, entre otras.
Es imposible hablar de Salta y no recordar al Cuchi Leguizamón, la provincia que lo vio nacer y a la cual llevaba en su corazón.
El Cuchi fue poeta, músico, compositor, abogado penalista, defensor de pobres por sentimiento, y profesor de historia, literatura y filosofía. También fue un filoso polemista.
Decía el Cuchi que el criollo tiene una relación distinta con la muerte, que el hombre de la ciudad. La muerte para él solo es pasajera, ya que el poeta no murió, sino que vive cada vez más, cuando cualquier criollo entona la estrofa de alguna canción o enarbola al viento coplas… “que pena me da la muerte pa´ que se pondrá a venir, uno la invita con vino, no tiene con quien dormir…”
El Cuchi no murió, cada día vive más en el corazón y en cada una de sus canciones. Según una copla popular recopilada por Carrizo “Cuando venga la muerte no le he` í de poner asiento, así no vuelve a venir y le sirve de escarmiento”.

Melisa Busaniche


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