En su segundo álbum, esta artista inquieta, cabal y
pendular logra que cada una de sus composiciones resalte por las
diferencias en el tratamiento y la utilización de la voz, más allá del
género de raíz que acompañe.
Por Cristian Vitale
No es
su nombre verdadero, pero sí. Soema viene de una rama del guaraní.
Quiere decir “algo así” como rayo, relámpago, cosa fugaz, y no acompaña
al Montenegro del documento. “Tampoco es mi nombre artístico”, despista
ella. Pero así la conocen y así figura cada vez que canta, o que saca un
disco, o que alguien la llama por la calle. Así, bajo esa impronta
significante, se presentará esta noche en el Café Vinilo (Gorriti 3780)
para exponer Passionaria, su segundo trabajo solista. Y así puede
empezar a explicarse esa formidable almohada de sonidos y voces en la
que, somnolienta y sutil, se recuesta ella para exponer su novedad: doce
composiciones propias, que cruzan sensibilidades como un destello (otra
forma de decir Soema), y acarician géneros sin apretarlos: milongas,
valses, huaynos, vidalas y fados, armonizados con matices andinos y
afroperuanos que asumen, en la suma total, un perfil estético singular,
casi único. “Mientras pensaba las canciones para este trabajo se me
venía todo el tiempo la pasionaria, el mburucuyá, esa flor toda colorida
y barroca, y la sensación era cómo uno podía ubicarse dentro de la flor
para mirar con una lupa determinados espacios suyos... Veo la flor
entera y la entiendo como esa unidad. Siento que este disco tiene eso:
cada composición es como un aspecto de esa flor total”, precisa.
Una totalidad difícil de precisar, por cierto. Soema Montenegro es
una artista inquieta, cabal y pendular, que empezó haciendo varias cosas
a la vez (cantar, escribir poemas y componer canciones), pero que tardó
en llegar a la síntesis. También una cruzada de géneros y ambientes que
nació en Laferrère, mamó chamamé desde la cuna –sus padres vienen del
Litoral– y fue incorporando a ese soplo primal aromas dispersos de su
ser. Y todo dio lo que ella llama un mestizaje de paisajes, poesía y
experiencias sonoras. “Por fuera”, se la conoce por su rol de “vocal
coach” en La caravana mágica (el nuevo CD del ex Bersuit Gustavo
Cordera) o por el retrato documental que publicó sobre ella el videasta
francés Vincent Moon, que ya había hecho lo mismo con R.E.M., Arcade
Fire y Lhasa. Pero por dentro queda por conocer que se trata de una
compositora compulsiva y arriesgada que prácticamente está “inventando”
una nueva forma de ponerle voz a la música de raíz.Profundiza ella: “Mi papá es re fanático del chamamé y para mí funciona como un aroma, es como ir a la casa de la abuela y sentir esos aromas que son únicos. Pero esas músicas que mamé de chica sólo son impresiones que fueron quedando en mí. No hago chamamé ni música del Litoral, ni siquiera folklore; no respeto ni sus formas ni su instrumentación”. ¿Qué hace, entonces? Tomar aspectos de ese tronco común –folklore latinoamericano en sentido laxo–, entender que las óperas japonesas o los cantos pigmeos también son una influencia y generar desde el conurbano (porque todavía vive aquí) una especie de folk global lisérgico, sin corset. Soema lo plantea a su manera: “Veo a mi música en tensión, porque cierta conexión con lo que escuché de chica es inevitable. Vengo de ese lado y en mí hay un camino de búsqueda que tiene que ver con esa conexión con la fuente, porque no crecí en el monte ni en la selva, pero hay algo muy valioso que tiene que ver con recuperar una identidad, una forma de ver musical, que no puede ser un calco de lo que se hizo. Siento que puedo tomar otros sonidos, inflexiones y colores que hablan de nuestra forma de estar en este espacio. Puedo hablar desde ahí, por eso es móvil ese espacio”.
–Otra forma de ver la totalidad de Passionaria es hacer base en el tratamiento de la voz. Es riesgoso, multitímbrico, a veces agresivo y abarca una amplia gama de registros. ¿De dónde sale esa forma de cantar? –¿Se refiere a la formación?
–Más bien al sentimiento y las vivencias, que suelen pesar mucho más. Basta con mencionar a Janis Joplin... –Cantar es otra cosa, es cierto, no tiene todo que ver con la formación. A mí siempre me gustó cantar y, a medida que fue pasando el tiempo, fui tomando conciencia de que para mí ésa era una elección, una forma de vivir. Hacer música y dedicarse de lleno a la voz también es una forma de vida, ¿no? En lo particular, fui parte de un grupo de improvisación vocal en el que investigaba y experimentaba mucho. Me dediqué de lleno a investigar con la voz, y llegó un momento en que, como decía antes, pude unir mis poesías, mis canciones y mi voz. Empecé a permitirme ese espacio, porque puedo jugar a cantar de muchas maneras, conectarme y dejarme llevar por diferentes estados que proponen un color y un timbre en la voz.
La primera vez que pudo plasmar tal intención fue a través de un disco austero, acústico, que llamó Uno, una, uno, grabado y editado en 2008 pero que, según ella, no pudo atravesar el umbral de lo experimental. “Passionaria tiene otra instrumentación, otra dinámica, es diferente”, define. Y sí: cualquier tema que se tome por azar del trabajo (“Leyenda del Cururú”, “Cuando pasa”, “El camalote” o “En el viento”) resalta por las diferencias en el tratamiento y la utilización de la voz, más allá del género que acompañe. “Pasa que me dejo llevar y aparecen esas voces, y les permito que me digan para dónde tengo que ir con todo eso. Así se produce ese paisaje tan diferente en cada una, pero ojo, siempre soy yo la que canto”, se ríe.
–Hay otro riesgo en esa decisión de emplear sin filtros todo eso que le viene. Muchas veces los artistas dicen: ¿qué pasará entre lo que propongo y la gente? –Cuando empecé a hacer canciones estaba esa pregunta. Si yo dejo que salga lo que siento como elemento y como movimiento energético dentro de la música, ¿qué va a pasar? ¿Le interesará a la gente escucharlo? Porque, claro, yo estoy en contacto con el mundo de afuera, no soy una egocéntrica. Pero empecé a experimentar en los conciertos y eso me dio confianza porque el juego, planteado desde una entrega simple, conecta con el que está escuchando. Da como una sensación de liviandad, más allá de las cosas arriesgadas, de los sobreagudos o los colores estridentes.
–¿Por qué en ninguno de los dos discos hay versiones de otros? –Tengo una conexión muy directa con la palabra, la voz y el canto, me gusta mucho escribir y tengo mucho material.
–¿O no tiene referentes fuertes? –(Risas.) Sí, los tengo: Ramón Ayala, Cuchi Leguizamón, Lisandro Aristimuño, Ana Prada, Luzmila Carpio, Hermeto Pascoal... Pero me gusta mucho escucharlos y disfrutar de sus versiones, cuando me engancho con una no dejo de cantarla. También me siento muy conectada con la música primigenia, originaria, me sumerjo mucho en ese mundo, un espacio virgen que se puede abrir a la investigación desde la voz y lo sonoro, pero al momento de grabar prefiero mostrar lo mío.
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