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viernes, 9 de marzo de 2012

THELONIOUS MONK: Una de las figuras más rutilantes de la historia del Jazz .


 



 Por Jorge Fondebrider


 
Para que se entienda de entrada: a lo largo de su vida, Thelonious Monk compuso unos setenta temas que tocó una y otra vez en los más diversos contextos: solo, en trío, en cuarteto, en sexteto, con big band. Cada uno de ellos, así como cada una de las interpretaciones grabadas de esos temas, fueron objeto de análisis del escritor francés Yves Buin, quien, en un libro publicado en 1988, trazó una curiosa biografía de todo lo que Monk compuso. Esas piezas, en virtud de las muchas interpretaciones realizadas por otros músicos, hoy son standards del repertorio jazzístico; vale decir, temas que todo el mundo conoce y que todos tocan para medirse con ellos y con otras versiones precedentes. Resulta entonces saber que si hablamos de versiones, Duke Ellington es el único músico de jazz que supera a Monk. Frente a los setenta temas de Monk, Ellington compuso más de mil. La desproporción es enorme, por eso, el hecho de que la atención de los músicos haya favorecido a Monk de esa forma habla a las claras de su importancia, del sostenido interés que existe por sus composiciones y de su enorme actualidad, méritos sin duda extraordinarios para cualquier músico.

A lo dicho se suma el personaje: un hombretón de casi un metro noventa, generalmente vestido con elegancia y munido de una colección de curiosos sombreros, que abandonaba el piano en el medio de una actuación y, luego de bailotear un rato alrededor del escenario, dejaba solos a sus músicos, según describe con toda nitidez Julio Cortázar en uno de los textos de La vuelta al día en ochenta mundos (1967), o Charlotte Swerin, en Straight no chasser (1988), el documental sobre el músico producido por Clint Eastwood. Esta es entonces una de las claves para que, con independencia de sus méritos, se siga hablando de Thelonious Monk: a fuerza de talento y de extravagancias, en ausencia de verdaderas explicaciones, todos lo que lo conocieron tienen una anécdota para contar sobre él. Como, por ejemplo, la vez que perdió su permiso para tocar en Nueva York por haberse hecho responsable de un poco de marihuana que llevaba consigo su amigo Bud Powell, quien ya había estado preso por tenencia de drogas. O lo que cuenta el músico y musicólogo Laurent de Wilde en Monk –probablemente el mejor análisis sobre la vida y obra del músico, cuya brevedad contrasta con el precio de la versión castellana– a propósito de Sonny Rollins, que se perdió cuando grabó con Monk el tema “Brilliant Corners”, de tan intrincada que era su estructura. O cómo, a instancias de Rollins, Monk contrató a John Coltrane, quien acababa de dejar el primer gran quinteto de Miles Davis, cambiando para siempre la concepción de la música del tenor. O la vez en que, grabando con Miles Davis, ante las quejas del trompetista, quien lo acusaba de tocar “demasiado” decidió dejar de tocar el piano, interrumpiendo de ese modo la sesión, con la consiguiente rabieta de Davis. O el día en que sacó de quicio al combativo Charles Mingus –un negro de piel clara–, cuando éste, en una reunión de músicos habló de que los negros se unieran para evitar la explotación de los blancos y Monk señaló que esa arenga le parecía rara viniendo de un blanco. O el descubrimiento que hizo el productor de una de las giras europeas de Monk, cuando tuvo que pagar exceso de equipaje por una valija llena de botellas de Coca Cola vacías, que el músico insistía en acarrear de un destino a otro. Todo esto es cierto o, al menos, relativamente cierto. Pero, como suele suceder cuando se construye un relato con catadura de leyenda, está viciado de los agregados y supresiones que la repetición impone.

Y lo mismo sucede con la presunta locura de Monk que, para algunos, explicaría su genio. Por caso, si bien este 17 de febrero se conmemoraron 30 años de su muerte, son muchas las evidencias que permiten afirmar que Monk había dejado este mundo diez años antes. Más exactamente, en 1971, al cabo de una última gira con los Jazz Giants, un supergrupo armado por el productor George Wein con evidentes propósitos comerciales, del que también participaron Sonny Stitt, Dizzy Gillespie, Kai Winding, Art Blakey y Art McKibbon. De hecho, según los dichos de este último, para entonces, el antes afable Monk ya no hablaba. Y lo curioso es que nadie sabe qué tenía. Como en muchos otros aspectos de su vida, son más las hipótesis que las evidencias. Para algunos, era un maníaco depresivo. Para otros, un esquizofrénico. Muchos pensaban que las varias internaciones que sufrió y las medicaciones recibidas le habían producido daños irreversibles en el cerebro. Otros, que como muchos músicos de su generación, había abusado de las drogas. Finalmente, hay quien simplemente supuso que Monk siempre estuvo loco. ¿Cómo explicar, si no, la súbita excitación que a veces lo acometía y que lo llevaba a pasar horas gesticulando ampulosamente y en silencio en un rincón de su casa? ¿Y por qué en un momento determinado dejó de hablar, abandonó el piano, se recluyó para siempre, ahora convertido en una sombra, en la casa de New Jersey que la baronesa Pannonica de Koenisgwarter –millonaria de la rama inglesa de la familia Rothschild y gran protectora de los músicos de jazz–, dispuso para Monk y su esposa Nellie? ¿Acaso tiene todo esto algo que ver con que, al menos según Harry Colomby –su manager–, Monk haya sido un alumno excelentemente dotado para las matemáticas y la física, y con que, de acuerdo con Art Blakey –en más de una oportunidad, su baterista–, fuera un eximio jugador de ajedrez y de damas? ¿Tiene sentido recurrir a todas estas preguntas y anécdotas para entender de dónde viene la música?

Ahora se sabe de manera exacta que Thelonious Monk nació el 10 de octubre de 1917 en Rocky Mount, Carolina del Norte. En 1922 su familia se mudó a Nueva York. Un año más tarde, empezó a tocar el piano e ir a la escuela, que abandonó en los últimos años de la secundaria. Para entonces, trabajaba como organista, acompañando a un predicador evangelista itinerante que, de acuerdo con las recientes investigaciones de Robin D. G. Nelly, pudo haber sido una mujer no ordenada. Mientras tanto, se iba forjando un estilo propio, que mucho le debe al stride, una derivación del ragtime, que podría resumirse en estos términos: mientras la mano izquierda del pianista deambula por el teclado de una nota baja a un acorde, estableciendo la pulsación y el fundamento armónico del tema, la mano derecha improvisa elementos melódicos rápidos y muy sincopados. Técnicamente difícil, el stride nació poco antes de 1920 y fueron sus cultores, James P. Johnson y Fats Waller, entre otros. Willie “The Lion” Smith y, algo después, Duke Ellington lo perfeccionaron. Tal es así que se cuenta que la primera vez que Ellington oyó una grabación de Monk tocando stride pensó que el que tocaba era él mismo y le señaló extrañado a su interlocutor que no recordaba cuándo había grabado eso. Esa marca de fábrica, que Monk retendría para siempre como piedra angular de su estilo, resultaba algo anticuada en 1938, cuando abrió sus puertas Minton’s Playhouse. A ese club de jazz del saxofonista Henry Minton acudían los músicos para tocar después de haberse presentado con otras orquestas en otros clubes de la ciudad. Fue el reino de Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Bud Powell, Charlie Christian, Kenny Clarke, Max Roach y tantos otros que, como es de dominio común, contribuyeron a inventar el jazz moderno a partir del estilo conocido como bebop. Brevemente (y mal) podría caracterizárselo como rápido, de acentos desplazados y, por tanto, asimétrico y, fundamentalmente, basado en la improvisación, en oposición al swing, un estilo regular y previsible del que eran cultoras las grandes orquestas de los 30, asociadas al baile. En 1940, Monk se convirtió en el pianista regular de Minton’s y, si bien nunca respondió a los cánones del bebop, por su economía fue una referencia central para muchos músicos. El resto, como siempre, es historia. Así lo ve Frank Tirro, cuando anota: “Thelonious Monk fue un caso aparte, considerado un excéntrico incluso en el seno de la excéntrica comunidad del bebop. (...) Siempre dio la impresión de haber generado una técnica propia y de carácter completamente autodidacta, no influida por la escucha de otros maestros. (…) Su influencia fue decisiva sobre Miles Davis, John Coltrane, Sonny Rollins (...) y muchos otros. Su enfoque anacrónico de lo que debía ser la melodía, la armonía y el ritmo de una pieza jazzística, así como su técnica percusiva, angular y disonante ejercieron una influencia seminal sobre infinidad de artistas jóvenes, al demostrar que el jazz podía ser interpretado y reinterpretado desde muy distintos ángulos. Carentes de adorno y marcadas por la lógica y la consistencia, sus composiciones quizás constituyan el principal legado de este músico”.

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