ROQUE ALSINA DE NIÑO. A los diez años debutó en el Colón y a los trece se adentró en los meandros de la composición.
El artista argentino, radicado en Francia, repasa su trayectoria: de gran intérprete De Beethoven a compositor de vanguardia.
Por Federico Monjeau
Carlos Roqué Alsina nació el 19 de febrero en Buenos Aires, y su 70 aniversario está siendo celebrado en su Francia adoptiva con varias actividades en París, Aix en Provence y Nancy; conciertos que lo tendrán como compositor y pianista, festivales, mesas redondas y ediciones, entre estas últimas el libro consagrado a su vida y obra que escribió el violinista y ensayista Alexis Galpérine y que acaba de publicar Delatour France. El libro es un precioso documento de un artista fuera de serie. Una amplia galería de fotos abre con sus primeras presentaciones públicas al piano, a los seis años en el conservatorio de Adrogué. Un programa de 1948 en el Teatro Nacional lo presenta como “El Mozart argentino”; la portada muestra a un niño de siete años, mirada perdida, grave y angelical al mismo tiempo, y cierto aire húngaro heredado de su madre. Tres años después debutaba en el Colón como solista del Concierto de Grieg bajo la dirección del eminente Otto Klemperer. Pero la composición sería una necesidad tan fuerte como la del piano, si no más; a los trece o catorce años Roqué Alsina abandonó por un buen período la ejecución en público para internarse en los secretos de la creación musical, lo que inició bajo la guía de Theodoro Fuchs y poco después continuó de manera autodidacta.
En los años 50 y 60 tuvo una activa participación en la Agrupación Nueva Música, como compositor, pianista y organizador de conciertos, y a mediados de los 60 se estableció en Alemania, donde se distinguió como uno de los grandes intérpretes de la música del siglo XX, desde la segunda escuela de Viena hasta Stockhausen y Boulez, además del propio Alsina y muchos otros.
“Cuando llegué a Alemania, me di cuenta de que nadie me conocía. Me habían invitado como compositor, no como pianista. Traté de conseguir un concierto y me recordaron que estaba ahí como compositor, no como intérprete. Finalmente me creyeron. Di un concierto con obras clásicas y contemporáneas, además de mi Estudio op. 3. Esta obra la compuse mitad en la Argentina y mitad en Berlín; gracias a ella mi carrera de composición se abrió, y al mismo tiempo la gente vio que era pianista”.
-Usted podría haber sido un intérprete acaso tan celebre como Argerich o Daniel Barenboim. ¿Qué lo desvió de ese camino? Sus ejecuciones de Beethoven y Brahms son antológicas, pero ni siquiera hay registros de todo eso...
-Sé que ahora, con el apogeo de Internet, empiezan a aparecer cosas que yo ni sabía que existían, por ejemplo la grabación de Chopin y Stravinski con Ernest Bour, que hice para la televisión. De pronto alguien lo mostró. Lo que puedo decir es que en mi vida he sido siempre reacio a todo lo que fuese comercial. No me pregunte por qué, ya que al fin hay que vivir de algo, pero honestamente no sé lo que hizo que teniendo una carrera bastante fulgurante desde los 7 u 8 años, a los 12 dije no, basta, esto no es lo que yo quiero. Abandoné el piano para dedicarme al análisis y la composición; más tarde lo retomé con otras ideas, y como militante de la música contemporánea, de la Escuela de Viena, de Charles Ives... Cuando volví a tocar en público, nunca dejé de hacer obras clásicas. Pero la carrera es otra cosa.
-La carrera de pianista ¿es incompatible con la de compositor?
-No es ése el problema, al menos en mi caso. Puedo contar una anécdota. Una única vez en mi vida me ocurrió tocar tres veces seguidas una misma obra; el tercer concierto de Beethoven, que me encanta y he tocado millones de veces. Aquella vez fue un lunes en París, un miércoles en Colonia, el sábado en Lisboa. En París conocía al director, le pude dar indicaciones y proponer mi visión; en Alemania no conocía al director; me di cuenta de que ya no podía hacer lo que había hecho en París. El director en Lisboa era un viejo amigo mío y me sentía como si estuviera encima de un Rolls Royce, pero me acuerdo muy bien de la sensación cuando estaba volviendo al hotel y me dije: “Mi Dios, yo no podría hacer nunca una carrera”. Si me hubieran llamado de Madrid para una cuarta ejecución, habría dicho no. Tenía un sentimiento de prostitución, que un pianista de conciertos no puede permitirse. Yo estoy hecho para la música y no para la carrera. En octubre en París me han pedido hacer una serie de discos: un cofre de tres discos. Por ejemplo, en uno, tres obras clásicas y dos contemporáneas; en el otro, cuatro obras mías y un Chopin; en el tercero, dos obras mías, un Brahms y un Beethoven. No sé si lo voy a hacer, tal vez sí. Sería una edición que represente lo que yo pienso de la música, no mi versión de los 24 Preludios de Chopin. Eso no lo haría nunca...
-¿Y cuáles son sus preferencias en el repertorio clásico?
-Siempre fueron las mismas: Scarlatti, Beethoven, Bach. Mis preferencias en el romántico..., sería tonto no decir Chopin. He tocado mucho Schumann pero prefiero Chopin mil veces. Schubert pianísticamente no me va, aunque adoro sus sinfonías y sus lieder para canto y piano. Después el salto inevitable a Brahms, uno de los compositores para piano más extraordinarios después de Beethoven. No hay una sola obra suya que no sea una semilla que no consiga engendrar otra. Eso no lo pudo hacer Schumann ni Chopin. Brahms es el prototipo de compositor que abre puertas. Y en seguida, Debussy; para mí, un músico extraordinario. Sus primeras obras son bonitas, simpáticas, pero no dejan ver el poder y la energía de sus obras posteriores, como los dos cuadernos de Imágenes, por ejemplo.
-Déjeme volver un minuto a los románticos. ¿Por qué Brahms abre puertas y los otros no?
-Primeramente, soy yo el que dice eso, es una opinión personal. Como en todas las cosas, hay causas históricas. Schumann y sobre todo Chopin eran pianistas y se ganaban la vida dando conciertos. Para un pianista, el instrumento representa todo, pero la música no es solamente el piano. Las obras para piano de Chopin son geniales, pero hay un 80 por ciento de posibilidades que él nunca experimentó, que dejó en suspenso. No sabía orquestar. No fue el caso de Schumann, que dirigió varias orquestas. Schumann es un compositor de extrema fineza, un improvisador nato. Cuando siente el nacimiento de un tema o una melodía, lo expone durante tres páginas. No hablo de sus sinfonías, sino de sus obras para piano. Todo lo que expone pianísticamente es hermoso, y es un poco el arte de improvisar con una idea o una melodía, haciendo pequeños contrapuntos, cambiando de tonalidad... Una inspiración fabulosa, pero improvisada. En Chopin eso no ocurre; Chopin tenía mucho más la conciencia de la forma y del sendero. Pero Brahms es diferente a los dos. No hace cuatro compases sin preguntarse por qué, sin preguntarse adónde nos lleva. Hay una conciencia de la arquitectura y de la forma, a años luz de Chopin y Schumann. Los tres prototipos tienen un lugar muy diferente. Yo puedo asociar de alguna manera la trayectoria de un Brahms con la de un Beethoven, con la de un Mahler, no puedo asociar a ninguno de estos tres con Schumann o Chopin. El caso de Paganini es flagrante: ha sido capaz de escribir melodías extraordinariamente bellas, y al mismo tiempo es un compositor extraordinariamente mediocre, que tuvo una capacidad nunca alcanzada en el violín. Se lo escucha con placer, pero yo no diría que es un compositor.
-¿Y qué sería hoy un compositor?
-Quizás un músico íntegro, capaz de fusionar la necesidad expresiva en un lenguaje propio, reconocible por su fluidez y su autenticidad. Cuando yo vivía en la Argentina, era un compositor vanguardista. Por aquel entonces me hubiera sido imposible pensar en escribir tonalmente. Hoy no me molesta la estética tonal, o atonal, lo que me molesta es la estética falsa, copiada. Podemos eventualmente poner un tango propio en la obra. Yo lo hice varias veces, y me lleva un trabajo de locos: cómo conducir mi música de a poco hasta la aparición de un tango y, después, cómo conducir el tango para volver a la lengua del comienzo. Si eso está legitimado en recursos compositivos y además suena bien, no tengo ningún problema. Ahora, eso para mí es música, no es una cuestión de estilo: es música. Al llegar a una determinada edad uno se da cuenta de que la historia es cruel, y al mismo tiempo impenetrable. Te das cuenta de que lo que queda es lo que llegó a transmitirse con vehemencia. ¿Qué es la vehemencia? Es la energía en un momento preciso, con la capacidad de transmitirlo.
-Su segunda Sinfonía, particularmente el adagio, retoma una dimensión de lo expresivo que parecía haberse ausentado de la música contemporánea. El adagio es completamente original, y a la vez tiene una reminiscencia tonal bastante bruckneriana. Usted dijo que había estado 10 meses pergeñando una manera de llegar a cierto orden tonal indirectamente, por la vía de la serie, con la idea de una concomitancia entre lo serial, lo atonal y lo tonal. Esa música tan conmovedora ¿no era posible componerla espontáneamente?
-Todos tenemos la posibilidad de crear cosas fácil y rápidamente, o crearlas sobre la base de una estructura elaborada previamente por nosotros. Todos hemos hecho cosas rápidamente alguna vez. Pero llega un momento en que uno quiere hacer una obra que se diferencia en trabajo y envergadura de otras obras. Incluso si tenemos ganas de dibujar un árbol, lo primero que tenemos que preguntarnos es por qué tiene que ser un árbol y no un edificio. El gesto creador es indispensable, pero es más profundo e históricamente auténtico cuando está acompañado de un pensamiento fuerte, de un análisis fuerte, de una autocrítica. Es la diferencia entre decir: yo hago una cosa porque me gusta, o yo la hago porque necesito transmitir algo más allá de mi propia vida, de mi existencia. He trabajado enormemente para tratar de una vez por todas de reunir todo lo que en mi oído era absolutamente natural y fluido, la tonalidad, la atonalidad y el serialismo, porque siempre fue así para mí aunque nunca lo había definido con leyes de intervalos: el mismo intervalo puede sonar serial o mozartiano, depende de en qué contexto lo ubicamos. La propiedad de un sistema no garantiza la felicidad de lo que va a salir. Si en su momento el oído escucha acordes tonales tiene que ver si ellos están precedidos de una preparación; si no, a mi modo de ver son gratuitos. Y lo gratuito, aparte del efecto de contraste, nunca me interesó. Yo quiero que incluso un contraste sea fluido, que esté sensiblemente integrado. Volviendo a la pregunta sobre si hubiera sido posible escribirlo sin ese pensamiento: sí, naturalmente, pero no hubiera salido lo que salió. Hubieran habido cosas seguramente interesantes pero, como se dice en la Argentina, muy chambonas.
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