AGUSTIN LARA. Autor mexicano y padre del bolero.
Tres géneros que conforman un idioma común y que, según el autor de esta nota, han determinado una manera latinoamericana de sentir.
POR DARIO JARAMILLO AGUDELO
Hay elementos que cubren el continente desde el río Bravo hasta la Patagonia, dondequiera que se hable castellano, donde siempre hubo un cura y donde hay características comunes, por ejemplo, la adicción a las telenovelas –proclive a los finales felices– y un repertorio básico de música popular que son lo contrario, más desgarrado que dichoso, y que podrían cantar en coro una manicurista de Salta, un obrero de Monterrey, un pescador de Cartagena y un notario de Arequipa. Alguna vez le oí a Luis Rafael Sánchez un intento de hacer esa lista de canciones, entre las que recuerdo “Noche de Ronda”, “Volver”, “Sin ti”, “El Manisero”, “Fina Estampa”, “El día que me quieras”, “El Jibarito” y “Pedro Navaja”.
Me detengo en la música popular latinoamericana. Desde 1920 hasta 1960, se estableció en la América hispanoparlante un conjunto de canciones que modelaron la manera de sentir y de decir el amor de todos los latinoamericanos. El asunto comienza, inicialmente, con las primeras emisoras de radio, las más importantes de las cuales estaban en La Habana, México y Buenos Aires; luego, con la comercialización de discos grabados casi todos en Nueva York, México y Buenos Aires. Y, tercero, con el cine, especialmente mexicano y el argentino.
Como se ve, es un movimiento que tiene sus centros de irradiación, los que explican el origen de la mayoría de esas canciones que, con los años, terminaremos tarareando todos sin distingos de clases, colores, sexos y edades. Un Marx imaginario lo diría así: un fantasma se cierne sobre América, el fantasma del bolero. Y otro, el fantasma del tango. Y uno tercero, ayayayayai, la ranchera.
Acaso deba adelantar que los tres grupos de canciones funcionan como sistemas solares cada uno con su respectivo astro rey, a saber, Agustín Lara en la galaxia bolero, Carlos Gardel en la galaxia tango y José Alfredo Jiménez en la galaxia ranchera.
Era una época en que la duración de las modas musicales no tenía la velocidad de ahora: las canciones se instalaban en la memoria, se repetían, año tras año, en todas las celebraciones y emisoras. Esta música, el bolero, el tango, la ranchera, no fue sometida al vértigo del hit parade semanal. Está integrada por canciones que duraron y duraron por decenios hasta el punto de convertirse, más que en una mera memoria colectiva, que lo era, en la manera de sentir el amor, todo el amor, esa lista de verbos que forman el amor –fascinarse, enamorarse, enloquecerse, desearse, devorarse, convivir, conversar, extasiarse, durar, no durar, desenamorarse, celarse, reclamarse, maltratarse, traicionarse, olvidarse– se siente con las palabras del bolero, del tango, de la ranchera.
Hasta aquí tenemos que la canción popular latinoamericana esas décadas forjó la sensibilidad latinoamericana y le prestó palabras a ese modo de sentir. Lo estoy diciendo al revés; en el principio era el Verbo: lo que sucedió en realidad consistió en que las palabras del amor eran tomadas de las canciones lo cual determinó que el modo de sentir fuera el de las canciones. Se trata de un esperanto sentimental en el que las emociones están copiadas de la canción. Por eso, en cualquier fase del enamoramiento, todas las canciones parecen hablarnos en primera persona, como si la situación que describen se ajustara sobre medida a la que vivimos.
Manuel Vázquez Montalbán califica la canción popular como una subcultura y señala que “las prevenciones que despierta la subcultura son de un elitismo aristocrático obscenamente victoriano”, pero, aún así, se ocupa de precisar su valor: “el hecho subcultural está especialmente cargado de historia porque está especialmente postrado ante ella o aplastado por ella. Las significaciones históricas referenciales, el hecho subcultural las adquiere por una serie de interrelaciones. 1º Es un medio de comunicación y por lo tanto el poder del momento tiende a cargarlo de positividad para con las verdades establecidas en cada época y situación. 2º Es un medio de persuasión y por lo tanto la porción de verdad establecida sufre la manipulación expresa de la propaganda. 3º Es un medio de expresión de la sentimentalidad y la moralidad populares y por lo tanto está cargado de temporalidad sentimental, moral y lingüística. 4º Es casi el exclusivo medio de participación artística de las masas; aceptando crean y por lo tanto verifican no sólo las posibilidades de expresión del autor, sino las propias”.
En este caso concreto, son ineludibles las relaciones con la cultura “culta”: Neruda escribe el “Tango del viudo” en Residencia en la tierra : “Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,/ y habrás insultado el recuerdo de mi madre/ llamándola perra podrida y madre de perros, / ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer/ mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre,/ y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidas/ sin maldecirme en voz alta, como si estuviera allí aún (…)”.
Y, para no mencionar sino clásicos, está también “El tango” de Borges, donde dice: “Esa ráfaga, el tango, esa diablura,/ Los atareados años desafía/ Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura/ Menos que la liviana melodía,/ Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio/ Pasado irreal que de algún modo es cierto,/ El recuerdo imposible de haber muerto/ Peleando, en una esquina del suburbio”.
Podría abundar en citas, en invocaciones de títulos librescos que están asidos a esa subcultura ineludible de la canción popular – Gotán , el libro de Gelman, los tangos del colombiano Mario Rivero–, pero es mejor poner un etcétera triple, no sin aludir a la enorme cantidad de novelas que se titulan con versos bolerísticos.
En contravía del apoderamiento de la cultura popular por parte de la cultura culta, está la reconocida influencia de ésta sobre aquella. Por ejemplo, la presencia del Modernismo en las letras de las canciones populares. Agustín Lara. Griselda Alvarez, poetisa mexicana, se encargó de mostrar cómo Lara “trata de embellecer, enriquecer y, por qué no, poetizar la realidad; la presencia de perlas, corales, alabastros, mieles, nidos, perfumes, naranjos en flor, divinidades, majestades, filtros, hechizos y magias, atardeceres e ilusiones mejora la cotidianidad”. Para no ir muy lejos sobre este punto, puede traerse a cuento el uso que hizo Le Pera de un poema de Amado Nervo, que cito: “El día que me quieras tendrá más luz que junio;/ la noche que me quieras será de plenilunio,/ con notas de Beethoven vibrando en cada rayo/ sus inefables cosas,/ y habrá juntas más rosas/ que en todo el mes de mayo”.
Para no hablar de las parodias, como la que Celedonio Florez, uno de los más conspicuos letristas del tango, hace la “Sonatina” de Rubén Darío: “La bacana está triste, ¿qué tendrá la bacana?/ Ha perdido la risa su carita de rana/ y en sus ojos se nota yo no sé qué pesar;/ la bacana está sola en el patio sentada,/ el fonógrafo calla y la viola colgada/ aburrida parece de no verse tocar”.
Debo aclarar que las relaciones de las letras de las canciones latinoamericanas no sólo se nutren del Modernismo. Son innumerables las raíces clásicas, que a veces lindan con el plagio y otras, las más con el uso del arsenal retórico más repetido de los poemas de la literatura. “Muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí”, reza la canción de María Grever, “Te quiero, dijiste”. Oigamos lo que dice El licenciado Vidriera de Cervantes: “...le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en sus manos ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral, la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas”.
Poco después, en su “Aguja de navegar cultos” (1625), don Francisco de Quevedo -ya en sus polémicas con Góngora- insiste en la sátira cervantina y divide el gremio en poetas plateros y poetas hortelanos: “En la platería de los cultos hay hechos cristales fugitivos para arroyos y montes de cristal para las espumas, y campos de zafir para los mares y margen de esmeralda para los praditos. Para las facciones de las mujeres hay gargantas de plata bruñida, y trenzas de oro para cabellos y labios de coral y de rubíes para jetas y hocicos, y alientos de ámbar, como pomos, para resuellos, y manos de marfil para garras, pechos de diamante para pechos, y estrellas coruscantes para ojos, e infinito nácar para mejillas”.
Lo que aquí llamo canción popular latinoamericana, no abarca todo lo que realmente podría llamarse así. Excluyo la copla o la décima anónimas, excluyo las músicas folclóricas, las músicas regionales, como el vallenato colombiano o el son jarocho o el pasillo ecuatoriano o la zamba Argentina. El corpus musical común, por el contrario, nace en algún lugar, por ejemplo el bolero, originario del oriente cubano, pero se extiende a todas partes, hasta el punto de echar raíces. Para seguir con el ejemplo del bolero, los hay mexicanos, y los hay puertorriqueños, los hay argentinos y también colombianos. O, como en el caso del tango, se identifica con su cuna porteña, pero se extiende por todo el continente hasta el punto de incorporarse al esperanto sentimental que se canta en Medellín o en Guadalajara. Lo mismo la ranchera, nacida en México pero extendida con su falsete en todo el mapa del despecho latinoamericano.
Hacia adentro, este conjunto de canciones tiene también comunes denominadores, como el ya mencionado, el amor, y también, agrego, la forma de tratarlo, con unos limitados pero eficaces recursos retóricos, como el cardiocentrismo, como la noche, como las flores. Y como el uso de los metros más sofisticados de la poesía literaria, como el alejandrino y el endecasílabo.
Bolero, ranchera, tango: convertidos en un idioma común que determina la forma de sentir, que se asocia a las fechas de la vida de cada latinoamericano, día a día se renuevan con versiones actuales de canciones viejas que van inoculando en los niños nacidos en el siglo XXI el virus de su forma más íntima de ser latinoamericanos, gracias a músicos como Andrés Calamaro, como El Cigala, como Caetano Veloso, como tantos otros que prolongan nuestro más extendido esperanto sentimental.
0 comentarios:
Publicar un comentario