Confesiones más allá del tiempo
En el último trabajo del cantautor estadounidense hay blues, rhythm & blues, un homenaje a Lennon y una larga oda al hundimiento del Titanic. Pero lo que sigue habiendo, siempre, son canciones que conmueven: precisas, metafóricas y profundas.
Por Cristian Vitale
Hay un mundo que se escapa. Un estado de cosas cuantitativo, atiborrado de información, creencias, hábitos, imágenes y músicas, que ocurre efímero, ansioso, leve. Una picadora mental en que la vida pasa rápida, urgente, como si el tiempo del tiempo, su velocidad, no calibrara con la naturaleza. Hay otro, contrario, en que todo parece volver a girar sobre su propio eje. Que ubica al tiempo en su dimensión y devuelve al hombre la sensación de ir acorde con su ritmo biológico. Algo que ocurre poco. Tal vez cuando el alma frena, se contrae y relaja. Cuando recibe un estímulo. Cada quien puede experimentar esta cosa de apagar el mundo y ver qué pasa de infinitas maneras, claro. Pero escuchar Tempest, último y flamante disco de Bob Dylan, podría ser una opción más que válida. El hombre está ahí, bien parado, hosco, activo y atento. Lúcido. No lo ampara el occidente musical que fue el de “Like a Rolling Stone”, “Desolation Row”, “Visions of Johanna” o “Mr. Tambourine Man”, por nombrar algunas de sus gemas, pero la suerte es que tal vez le importe poco. Muy poco.
Dylan sigue haciendo canciones que conmueven. Precisas, metafóricas, químicas, profundas. No hay nada del show business, la industria o la demanda de estupideces, que le hagan torcer el temple. Crea desde un lugar impoluto, lejano. Ejecuta bajo el mismo plafón. Y conecta pasados, presentes y futuros sin tener, necesariamente, noción del tiempo, del qué hacer. Y ya no es necesario irse a sus primeros años folk, sus etapas rockers, Blonde on Blonde o el bellísimo Slow train coming para dar cuenta de ello. Puede reiniciarse su historia a partir de 1997 e igual subirlo a categoría de genio. Puntualmente en Time out of mind, su correlato en Love and Theft (2001) y el exquisito Modern Times, disco número 34, que tornó atemporal el “Rollin’ and Tumblin”, de Muddy Waters, reanimó la llama country-folk a través de “Workingman’s blues” o dio una nueva versión de su apocalipsis pagano mediante “Ain’t talkin”.
Tempest opera entonces como un mojón más en este largo devenir cíclico. Ahora, a los 71 años, con su voz ronca, modelada en arenas y años, Robert Zimmerman, de Minnesota, extirpa de sus entrañas un tono confesional amparado por melodías impecables, textos asombrosos y un pulso sonoro que precisamente coincide con un paso del tiempo real, natural. Que no condice, por lógica, con su distorsión. Que no es para usar y descartar. Es para siempre. Lo es el ragtime que abre el disco –“Duquesne whistle”– y lo son cualquiera de las piezas que sobrevienen: la blusera “Early roman kings”, el obstinado rhythm & blues a lo John Lee Hooker que emana de “Narrow Way” (“este es un país difícil para sobrevivir, las cuchillas están por todas partes y están destrozando mi piel”, canta sobre Estados Unidos). Lo es también el letargo vital que acompaña los fraseos intimistas de “Long and wasted years”, el recuerdo de Lennon a través de “Roll on John” –“Que tu luz brille (...) John”–, la épica encantadora de sus dos mejores piezas (“Scarlet Town” y “Tin angel”) o esa larga oda al hundimiento del Titanic que da nombre al disco y que tal vez resulte el único anclaje preciso de una obra que supera al tiempo. O que lo devuelve al sitio que el desborde tecnológico –y todos sus efectos– le quitó. Escuchar a Dylan, al cabo, sigue siendo una forma alternativa y sutil de refugiarse y desobedecer. De no dar pelota.
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