Aunque la cantante se aferre demasiado al truco de
poner al día su pasado glorioso con una mirada rápida al estado del
dancefloor global, lo cierto es que todavía les pasa el trapo a todas
las aspirantes al trono de Reina del Pop.
Por Roque Casciero
En
1998, Madonna cumplió 40 años y publicó su mejor disco, Ray of Light,
que supuso una reinvención para la Reina del Pop y también sentó la base
de lo que sería su obra durante la década siguiente. El productor de
ese álbum, William Orbit, fue llamado para colaborar en el flamante
MDNA, lo mismo que el francés Martin Solveig. El mensaje parece claro:
una puesta al día del pasado glorioso (apoyada en numerosas citas, desde
el rezo inicial en “Girl Gone Wild”) y una mirada al presente del
dancefloor (a propósito del título, el éxtasis es noticia de ayer). Nada
novedoso en Maddie, por supuesto. Y en ese terreno uno empieza a
encontrarse con escollos: el disco en sí no ofrece demasiadas sorpresas.
Y aunque le pasa el trapo a la mayoría de las aspirantes al trono,
también da la sensación de cálculo extremo, como si cada gancho, cada
invitado (las raperas M.I.A. y Nicki Minaj, por caso) o cada frase
respondieran a un estudio de mercado.
Pero eso tampoco es nuevo si se trata de la Reina del Pop: incluso Ray of Light presentaba varios “escollos”. Y, sin embargo, una vez más la señora sale adelante con su rubia ambición: aunque desparejo, MDNA se sostiene por sus mejores momentos (el cierre con las bellas baladas “Masterpiece” y “Falling Free”, el uso del material tarantinesco como el de su ex para pegarle en “Gang Bang”) y porque, de algún modo, la reescritura de sus propios hits (“I’m a Sinner” no está mal, pero es básicamente “Ray of Light” travestido) no hacen tanto ruido cuando se trata de ella. Lejos de haber pegado un volantazo como el de 1998, Madonna se aferra precisamente a la fórmula que puso en práctica desde entonces. Y aunque eso se le note mucho más que el paso de los años, todavía le da buenos resultados.
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