Los salvadores del rock de guitarras
Nacieron en Akron, Ohio, como un dúo de rock-blues
sucio y desprolijo, pero florecieron en múltiples caminos junto al
productor Danger Mouse. Su álbum anterior, Brothers, vendió un millón de
copias y ganó un Grammy. Y el nuevo es igual de bueno.
Por Andy Gill *
Es
extraño cómo la lluvia lava las idiosincrasias de la localía y hace que
incluso una de las ciudades norteamericanas más distintivas se convierta
en una de tantas. Llueve persistentemente en Nashville mientras este
cronista se baja de un taxi afuera del estudio Easy Eye, de Dan
Auerbach, y el barrio pasado por agua bien podría estar en Nueva Jersey o
Chicago. Uno no puede sino sentirse levemente decepcionado: ¿dónde
están las calles llenas de trovadores con sombreros de cowboy llevando
sus guitarras a los conciertos? Esa Nashville del imaginario colectivo
no existe. Sin embargo, ésta es la ciudad que The Black Keys –el dúo
formado por Auerbach y Pat Carney– eligieron como hogar, después de
pasar sus vidas anteriores en el corazón industrial de la “ciudad de la
goma” Akron, Ohio, cuyos neumáticos mantuvieron rodando el sueño
americano.
El camino, el último álbum de los Black Keys, hace una referencia
oblicua a la noción de movimiento en el corazón del sueño americano. Con
ese nombre en español, hacen un guiño a la peregrinación para hacerse
de abajo, a esos meses pasando de a una noche en ciudades del Medio
Oeste que afilan el talento en crudo y lo convierten en oro rocanrolero.
El romanticismo extravagante del título es sensibleramente acompañado
por la imagen de tapa de un automóvil anónimo; aunque éste, al parecer,
es el mismísimo vehículo en el que el grupo viajaba por Estados Unidos,
desarrollando sus habilidades y construyendo su reputación. “Salíamos de
gira en esa pequeña camioneta durante el primer año y medio”, dice
Carney, la desgarbada usina percusiva de la banda. “Yo manejaba de noche
y Dan de día.” Esa división de labores es algo que ayudó al dúo a
permanecer enfocado y eficiente. “El modo en que estaba repartido era
que Dan escribía las letras y cantaba, escribíamos la música juntos, y
yo la grababa”, explica Carney. “Básicamente lo manejábamos como un
pequeño bar, había un reglamento sobre cómo operábamos. En nuestros
primeros shows nos pagaban unos 10 dólares, pero después de eso
empezamos a pedir 50, 100 y así. Nuestro objetivo era ganar unos 150
dólares por semana cada uno, para poder mantenernos, y empezamos a
lograrlo a los cuatro meses de haber dado nuestro primer show. Y nos
hemos mantenido desde entonces.”Con el tiempo, de todos modos, los roles han cambiado levemente. Ahora, en lugar de que Carney grabe a la banda en el estudio casero de su basement, es Auerbach quien se ha convertido en el autoproclamado “nerd del estudio”, montando Easy Eye como un país de ensueño para el joven músico, repleto de equipamiento antiguo. Apilados contra las paredes hay mellotrones, campanas, timbales y extraños teclados como el optigan y el chamberlin. Hay una vieja consola mezcladora transistorizada Altec encima de un piano Wurlitzer, esperando ser arreglada. Y toda una habitación contigua está repleta de racks de guitarras, que no sólo sostienen las usuales Fender y Gibson. “Me gustan mucho las japonesas y norteamericanas sin marca de los ’60, son las que más me atraen –explica Auerbach–. La guitarra que usé en el primer disco era una Harmony Stratotone, y la he usado en cada single que los Black Keys grabaron desde entonces.” Saca la guitarra y la muestra: es un instrumento utilitario de los ’50, construido en una sola tabla sólida desde el diapasón hasta la caja, pero hace lo que quiere Auerbach. “Uso cualquier guitarra”, asegura. “Me gusta todo el tema del equipamiento, es divertido; pero sé que nada de eso importa: al final, todo se trata de los músicos y la música. Un gran músico puede hacer sonar genial cualquiera de esas cosas.”
Y para ser justos con él, Auerbach hace un ruido fantástico con cualquier guitarra que use, empleando una mezcla de solos y rítmicas que recuerda al gran Wilko Johnson, de Dr Feelgood, y asimismo enraizada en el blues. Cuando él era un chico, su padre escuchaba mucho country blues de Son House y Robert Johnson, y naturalmente el pequeño Dan gravitó en esa dirección. “Empecé a ir hacia atrás buscando sonidos –recuerda–. Escuchaba un montón del primer blues de Memphis, por ejemplo. Y entonces descubrí el sello Fat Possum, y Junior Kimbrough me voló la cabeza.” Empezó a tocar solo en cafés y clubs, antes de juntarse con el baterista Pat Carney, quien vivía a una o dos cuadras. Carney, sin embargo, no conocía nada del blues. “Siempre me sentí más atraído por el rock’n’roll”, asegura éste. “Cuando empezamos la banda, nunca había escuchado hablar de Mississippi Fred McDowell. Pero, bueno, Dan nunca había escuchado a The Stooges... ¡o a Led Zeppelin! Al principio había un poco de resistencia de ambos.”
Sin embargo, gradualmente, el dúo encontró suficientes terrenos familiares compartidos como para construir su propio sonido. Ambos tenían tíos que trabajaban en los contornos del rock, quienes ayudaron a ampliar sus perspectivas musicales. El tío de Dan, Robert Quine, había sido miembro de la banda protopunk The Voidoids y había trabajado con Lou Reed en Nueva York, donde su estilo idiosincrásico le había proporcionado el apodo de “Rey de la guitarra disonante”; Ralph Carney, tío de Pat, fue durante años el saxofonista de cabecera de Tom Waits. “Cuando se enteró de que me estaba metiendo en la música, mi tío Ralph se entusiasmó y me empezó a mandar cintas de discos raros como Tago Mago, de Can”, recuerda el baterista. “Si me lo hubiera mandado cualquiera que no fuera mi excéntrico tío saxofonista, habría odiado ese disco, pero me forcé a engancharme con él.” Años más tarde, la influencia de su tío pagaría dividendos, porque la “versión realmente pedorra del beat de ‘Vitamin C’ de Can” de Carney se convirtió en el tren de aterrizaje que acarreó el mayor éxito de The Black Keys, “Tighten Up”, hasta los altos confines del Top 40 norteamericano.
Ha pasado mucho tiempo. Aunque el rock enraizado en el blues del dúo ha provocado que lo compararan con The White Stripes, los Black Keys han luchado para llevar la misma clase de crossover al público mayoritario. Finalmente, en lugar de sonar en la radio, empezaron a licenciar temas para ser usados en películas, videogames y publicidades, y descubrieron que era una potente herramienta de promoción. “Realmente notamos una diferencia cuando tocábamos en vivo –memora Auerbach–. Aquella canción de nuestro primer disco, ‘I’ll Be your Man’, fue licenciada para un programa de HBO, y un par de meses después de que empezó a salir al aire, comenzamos a recibir respuestas realmente muy buenas cuando la tocábamos en vivo. ¡Y el disco había salido hacía siete años!”
Ese debut de 2002, The Big Come Up, fue el primero de una serie de álbumes autoproducidos grabados mayormente en el basement de Carney (excepto por Rubber Factory, de 2004, grabado en una fábrica que luego fue demolida). Gracias a los esmerados licenciamientos y giras, cada uno vendió cerca de 300 mil copias. Pero para Attack & Release, de 2008, fueron atraídos hacia un estudio propiamente dicho por el productor Brian “Danger Mouse” Burton, y el blues-rock crudo de los Black Keys floreció en un diverso rango de híbridos sónicos. “El nos ayudó a filtrar nuestras ideas, nos mantuvo yendo hacia adelante”, afirma Auerbach. “Nos tiraba sugerencias, además de que tiene pequeños trucos de estudio, toques atmosféricos por los que se lo conoce. Para el momento en que grabamos ese álbum nosotros ya escuchábamos toda clase de música, montones de viejos discos psicodélicos japoneses y sudamericanos. E hizo una enorme diferencia sonora usar un estudio propiamente dicho.”
La influencia de Burton continuó en el disco de los Black Keys Brothers, que vendió un millón de ejemplares y ganó un Grammy –su aporte fue crucial para “Tighten Up”, el tema clave–, y en El camino, para el cual se convirtió en un miembro más del equipo. “No preparamos nada para El camino –dice Auerbach–. Simplemente caímos acá la tarde del primer día, empezamos a escuchar discos y a sentirnos inspirados por lo que escuchábamos. Cosas de rockabilly, The Cramps, Johnny Burnette, y bandas como The Sweet o The Clash: toda música proveniente de ese rock’n’roll sin adornos de antes. Empezamos a zapar, algo nos hacía parar la oreja y empezábamos a construir desde ahí, apuntando conscientemente a la simplicidad de los discos que estábamos escuchando.” El desfile de infecciosos riffs de guitarras y órganos setentistas con armonías conmovedoras resultante es la realización más completa hasta la fecha de la fórmula teórica del “álbum perfecto” de la banda, que ellos siempre creyeron que debía tener 11 tracks y cerca de 37 minutos de duración. Y suena absolutamente descomunal.
* De The Independent de Gran Bretaña.
0 comentarios:
Publicar un comentario